Sinceridad. Esta palabra no está en el diccionario de todas. Me atrevería a decir que está sólo en el de unas pocas.
Aquello que sí está en la mente de todas las personas son los pensamientos que gritan de vez en cuando un: “¡Pero díselo! ¡Dile que no le soportas!”; o simplemente: “Sería mejor que lo supiera”. Sin embargo nuestro miedo acalla estos gritos y nos los tragamos. El temor al rechazo, la comodidad la falta de agallas... todo se centrifuga en un sin fin de vueltas y vueltas que acaban por hacernos olvidar lo que realmente pensamos sobre alguien o algo.
¿Y por qué esa comodidad, esa falta de ímpetu?
Porque es más fácil. Claro, quedarnos callados, no decir nada... en realidad no sirve.
Estoy segura que una idea acaba de atravesar vuestra mente y me diréis: “Pero si nos llevamos bien, no hace falta que le diga lo que pienso de ella/él”.
Sí, ya lo se, ahora también estás pensando que el exceso de sinceridad puede cosechar enemistades, porque la gente no se acepta a sí misma. Es cierto, totalmente cierto en este mundo.
Y yo asiento; pero, después de analizar vuestra/la/su situación, quiero que pienses en esto: Es que quizás necesita que se lo digas para ser mejor.
¿Somos mejores cuando sonreímos, le pasamos la manita por la espalda y pensamos que se está equivocando? ¿O nos equivocamos nosotros mismos cuando pensamos que diciéndole todo a la cara le hará reaccionar?
Hay momentos en los que decidimos callar, simplemente, porque aunque hablemos esa persona no va a cambiar, sabemos que está predeterminada para hacer esto o aquello. Es verdad que otras veces miramos desde fuera la caída de otro. Quizá nuestros silencios se justifiquen, a veces, en nuestro interés hacia otra persona, que los porrazos de la vida les hagan aprender, que madure , que ya le toca. Otras, simplemente, por comodidad.
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